El rey ciervo

La sala del trono estaba en completo silencio, sus puertas cerradas por primera vez desde hace muchos años, cualquier ruido, por mínimo que fuera, resonaba en sus desnudas paredes; todos los blasones y alfombras habían sido retirados de la habitación confiriéndole un aire de ausencia, de melancolía. Solo el ancestral trono de madera azul y la gran pintura que se encontraba colgada detrás, permanecían en el sitio que siempre habían ocupado. En el centro descansaba un féretro de níveo mármol, sobre él una bella espada larga con la hoja grabada con una inscripción en la lengua antigua.

Desde los escalones del estrado, la voz del senescal rompió el silencio.

—El rey ha muerto —se dirigió hacia el ataúd.

Frente a él se encontraba la familia real: la reina y su hijo, la hermana mayor del difunto rey, su hermano menor y su tío. Los cinco levantaron la vista hacia el viejo hombre.

—El rey ha muerto, pero la casa de Goldalil prevalece —miró a cada uno de ellos; cuando sus ojos se encontraron con los del niño continuó hablando sin apartar la mirada del pequeño—. El reino es fuerte y debe continuar así. El linaje de los reyes de Goldalildon ha de prevalecer hasta el ocaso de los tiempos.

El niño dio un paso al frente y con su aguda e infantil voz dijo:

—Yo seré tan buen rey como mi padre. Seré tan buen rey como su padre y el padre de su padre antes que él. Seré el mejor y mi madre se sentirá orgullosa de mí— su voz se quebró y comenzó a llorar.

La reina se acercó y le mesó el cabello.

—Todo en su momento, Edran.

El joven se irguió en toda la extensión de su estatura y se limpio las lagrimas con la manga de su camisa.

Tres días después la procesión funeraria recorría las calles de la ciudad, los habitantes le daban el último adiós a su monarca. Los Feldenir, la élite de la orden de guardabosques, cargaban el ataúd; el ciprés en oro sobre un campo sinople de la casa Goldalil ondeaba a la cabeza del cortejo y el escudo de armas del rey, bordura en oro con siete conos en sinople bordeando el mismo blasón de la casa real, cerraba la marcha.   

Los restos mortales del rey serían llevados desde el palacio por el Camino del Otoño hasta la Plaza del Amanecer, de ahí serían conducidos por el Sendero de los Muertos hasta su mausoleo en las tumbas reales.

La gente que abarrotaba las calles trataba de abrirse paso hacia el frente para no perder detalle alguno del paso de la comitiva, gritos de loanza y el llanto de mujeres y niños se escuchaban entre la multitud. En algunos puntos del trayecto algunas personas lograban superar la barrera que habían hecho los hombres de la guardia y se abalanzaban hacia la calle intentando tocar el féretro, pero antes de que pudieran acercarse lo suficiente fueron detenidos de manera violenta; varias peleas estallaron a lo largo del camino y algunas apenas pudieron ser contenidas.

Al final del Sendero de los Muertos aguardaba la familia y el senescal, sus blancos ropajes refulgiendo bajo la brillante luz del sol matutino.

Las tumbas reales se encontraban en la parte norte, fuera de la ciudad, en el interior del Bosque de los Ciervos. Los mausoleos de cada uno de los antiguos monarcas se encontraban en un claro y formaban un círculo que rodeaba al monolito blanco en forma de dedo llamado Tasilor. La procesión se detuvo dejando atrás a los milenarios cipreses.

Un hombre de rostro severo y adusta vestimenta marrón los esperaba de pie junto a la larga espira de roca, el féretro fue colocado entre la piedra y el; en cuanto la caja fue colocada sobre el pasto extendió los brazos y después de unos momentos comenzó a hablar.

—La tierra nos reclama, nos pide que nuestro cuerpo vuelva a ella, y una vez que su susurro es escuchado no hay quién pueda ignorarlo; ni dioses ni monarcas, ni hombre ni bestia. El cuerpo se desvanece, pero el alma prevalece para recorrer el mundo hasta que es llamada por los Aeryl e iniciar su asenso hacia el eterno verdor.

El murmullo que la brisa matinal arrancaba de las hojas acompañaba las palabras del druida.

—Aquí, en este sagrado lugar, la última morada de los Goldalildon: Drosk, Meniir, Taler, Sinifel, Viildur, Orep, Nurel, Sasiil, Lunen, Tumiel, Pert e Ilian, recibimos a Vaniel, treceavo rey de la dinastía que fuera creada en los albores de nuestra civilización por la unión entre estii y hombre. Su nombre quedará registrado en el Tasilor como testimonio de su paso por el mundo.

Colocó su mano sobre el féretro y comenzó a entonar una plegaria en la lengua de los elfos.

Miriath selle Goldalil Vaniel saalath tiir othaal Aeryl ponniiom Maiir qasem telall.

La familia real lo imitó repitiendo en la lengua común, la oración:

—Que los Aeryl, primeros entre los Caminantes, acojan el alma de Vaniel, rey Goldalil, para su eterno descanso junto a sus ancestros.

Cuando el cántico decreció, el capitán de los Feldenir tomó del costado derecho de su cincho un cuerno grabado con runas y bandeado en plata, el Hoimlaar, lo llevó a sus labios y lo hizo sonar; la nota que emitió retumbó por todo el bosque. Los demás miembros de la orden de guardabosques levantaron nuevamente el féretro. El cuerno sonó una segunda vez, y luego una tercera. Antes de que el sonido se apagara por completo, el ataúd ya descansaba dentro su mausoleo.

Todo quedó en silencio.

De pronto, de la espesura del bosque, emergió un majestuoso venado, unas astas imponentes coronando su cabeza. El animal se detuvo en el centro del claro, recorrió con su mirada el lugar para al final posarse en Edran. Tras unos breves instantes se irguió en sus cuartos traseros y salió al galope del claro.

Ninguno de los presentes podía creer lo que acababa de suceder, sus atónitos rostros reflejaban confusión y miedo. Todos miraron al sabio buscando una respuesta; todos menos el joven príncipe que parecía haber quedado en una especie de trance, su mirada clavada en el punto donde, momentos antes, se había parado el ciervo.

El druida nuevamente comenzó a hablar; su voz, anteriormente solemne, ahora sonaba gozosa.

—¡Hemos presenciado un milagro! El Padre del Verdor nos ha visitado y ha bendecido la transición; la transición entre la vida y la muerte, la transición entre padre e hijo. Un augurio que marcará un nuevo florecimiento en el reino —el viejo caminó hasta el centro del claro y se arrodilló, con la palma de la mano rozó la marca que la pezuña que el venado había dejado en el pasto.

Tras unos instantes se incorporó y se acercó al joven príncipe. Levantó su cara por la barbilla y con la mano izquierda tocó su frente. El niño volvió en sí como despertando de un sueño.

—¿Qué le sucedió? —preguntó la reina.

—No lo sé, es imposible descifrar los designios de los dioses. Cuéntanos, Edran, ¿qué es lo que te ha sido mostrado?

—Fue como… su mirada. Sus ojos… me llamaron. Cuando los miré fue como si me atraparan. Sentí… sentí que me hundía en ellos… —su voz era casi un susurro, como si quisiera que nadie lo escuchara.

El druida frunció el ceño mientras reflexionaba. Sin decir una sola palabra regresó junto al monolito, y como si nada hubiera ocurrido, continuó con la ceremonia. Su voz volvía a su característica solemnidad.

—Dos ciclos concluyen este día y uno más comienza. Una vida y un reinado se desvanece y un nuevo rey se levanta —mientras decía estas palabras, los Feldenir sellaban el lugar de descanso del rey Vaniel—. Acércate, Edran Goldalil y reclama tu legado.

El príncipe dio un vacilante paso y se detuvo, tras un profundo suspiro continuó andando. Cuando llegó al lugar desde donde el ciervo lo había mirado volvió a detenerse. Giró la cabeza hacía su madre, ésta sonrió y asintió. Apretó fuertemente sus pequeños puños y continuó avanzando hasta llegar frente al Tasilor y al sabio.

—Yo Edran, hijo de Vaniel, Drosk, Meniir, Taler… Sinifel, Viildur, Orep, Nurel, Sasiil, Lunen, Tumiel… Pert e Ilian —su tono era plano producto de todas la veces que había ensayado el discurso—, me presento aquí, en el lugar donde yacen los reyes inmortales, para ocupar el lugar que me corresponde desde la fundación de Goldalildon —a medida que hablaba sentía más confianza y su voz se llenaba de fuerza.

—¿Juras dirigir el reino con justicia y sabiduría?

—Por mi estirpe, lo juro.

—¿Juras proteger a tus súbditos, nobles y comunes, y erradicar cualquier amenaza a su bienestar?

—Por mi honor, lo juro.

—¿Juras honrar y enaltecer las tradiciones y enseñanzas de nuestra fe?

—Por mi vida, lo juro.

El joven príncipe se prosternó ante el sabio hombre y el senescal se aproximó a ellos llevando sobre un cristal multicolor un aro de plata del que brotaban un par de cuernos de venado: la corona astada.

—Aquí en este sagrado bosque, Desoriameliel, y con la bendición de Álfaeryl, Miliaeryl y Ellelaeryl, te proclamo como el catorceavo rey de Goldalildon, Edran Goldalil, el primero de su nombre; el rey ciervo —el druida colocó la corona en la cabeza del niño.

Edran Goldalil primero de su nombre, se puso de pie.

Todos hincaron un rodilla en el suelo, excepto la reina que se acercó y se postro junto al pequeño monarca.

—Yo, Maila, reina de Goldalildon, acepto en nombre de Edran Goldalil la regencia del reino hasta que el Su Majestad alcance los diecisiete veranos. Siempre velaré por su bienestar y la de su reino, lo guiaré y aconsejaré lo más sabiamente que me sea posible. Lo juro por mi estirpe. Lo juro por mi honor. Lo juro por mi vida.

El Hoimlaar volvió a sonar.

—¡Viva el rey! —gritaron los Feldenir.

Una vez más sonó el cuerno.

—¡Larga vida a Edran Goldalil, rey del verdor! —corearon todos los presentes.

Una última nota salió del instrumento.

—¡Los Aeryl te saludan, monarca astado! —el druida tocó la frente de Edran y extendió su mano hacia el cielo.

Edran Goldalil, primero de su nombre, catorceavo rey de Goldalildon y de Desoriameliel (el Bosque de los Ciervos), caminó hasta el Tasilor y entonó una silenciosa plegaria: Juró que portaría con honor las astas de los dioses y que bajó su guía y protección, el ancestral reino volvería a su antigua gloria para que nuevamente los linajes de los primeros hombres y de los estii (los elfos) se unieran en un mismo linaje; juró que extendería la cultura y el arte de su gente por todo el mundo conocido. Juró que su nombre sería recordado en los anales de la historia.

5 comentarios en “El rey ciervo”

  1. Hola, Edgar! Me ha recordado lo inculcado que tienen los hombres el sentido de proteger, ser un ejemplo como su semejante. En cierto modo, creo que a veces, a los hombres les hace una carga cada vez que tienen que asumir su rol de hombre o de «hombre de la casa». Al margen de todo esto los estii me han gustado, los nombres están bien elegidos, y siento ganas de seguir sabiendo más. Un saludo, sigue escribiendo!!

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