Mi viaje

En este viaje interestelar abordo de mi galeón espacial, el Imagitus eternus, hago mía la infinitud del universo, mis únicos compañeros un par de sigilosos y misteriosos animales.

Al ritmo de oscuros y energéticos beats electrónicos —sonidos que revolucionan mi cerebro y estimulan mi sentidos— observo millones de cuerpos celestes, esferas de gas y roca, que flotan indiferentes ante la nimiedad de la existencia humana.

Al cabo de un vasto periodo de tiempo —semanas, años, siglos, ¡eones!, ¿quién lo puede saber?— poso la nave (no hay palabra para nombrar esta acción porque “aterrizar” sólo se puede hacer en la tierra y desconozco el nombre de este planeta) en la superficie de un mundo que he elegido casi al azar, porque a veces, sólo muy pocas, logro desviarme del manual de como ser yo.

El mundo resulta ser maravilloso, lleno de seres increíbles: dragones, árboles parlantes, caballos voladores, gigantes, centauros y muchas otras fantásticas criaturas. La magia se siente en al aire (magia real y no en sentido figurado) y poderosos artefactos que crean y destruyen dioses descansan en antiguas ruinas a la espera de ser encontrados.

Recorro el planeta en su totalidad, haciendo cálculos con mis instrumentos poliédricos, decidiendo lo siguiente que haré dependiendo de las marcas alcanzadas en sus diferentes facetas. Tomo muestras de la flora y la fauna, registro los fenómenos naturales y lo que van más allá. 

Me sumerjo en sus profundos mares, escalo sus inmensas montañas, me adentro en sus ancestrales bosques. Y cuando duermo vuelvo a soñar con las estrellas. Es momento de marcharme. Pero antes debo dejar mi legado, alguna huella de mi paso por ahí: levanto un monolito que contiene la historia de mi existencia.

Abordo el Imagitus eternus, conecto las terminales a mi sistema, despego, observo como el mundo que acabo de dejar se convierte en un diminuto punto y luego en nada. La música electrónica vuelve a estallar dentro de la cabina, mi corazón se acelera, mis manos tiemblan, me vuelvo loco, me mueve; canto, siguiendo la voz que emerge de entre los muchos sonido sintéticos —algunas de las letras son como himnos para mí, me transportan de otra manera y a otros lugares, me ponen eufórico y melancólico.

Cuando todo está en calma, con sólo el perenne zumbido de los muchos aparatos que tapizan la nave, me siento a escribir. Escribo acerca de mis sueños, de mis miedos, de mis recuerdos, de mí mismo y acerca de todo lo que imagino. Pongo rumbo hacia otro desconocido rincón del cosmos, hacia otro planeta que quizá, también, este lleno de cosas fantásticas o quizá sea una roca estéril que alguna vez albergara vida o un mundo que esta habitado por conciencias mecánicas encerradas en anatomías de metal.

Mi viaje nunca terminará. Es un viaje que transita entre cientos de tomos, música y líneas que llenan hojas en blanco. Es un viaje de la imaginación. Es una viaje que logra que me aferre, aún más, a una niñez que nunca he dejado escapar. Es un viaje abordo del Imagitus eternus.  

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