El olor a sangre y a heces, el chirriar del metal, los gritos de furia y los lamentos agónicos era todo lo que lo rodeaba. Para donde quiera que mirara sólo veía cuerpos, los de los hombres y los de sus hermanos, en constante choque, intentando de cualquier manera posible derribar y acabar con la vida del que tenían enfrente. Los que habían fallado en eso yacían esparcidos tapizando el campo de batalla.
Bufando, con su níveo pelaje empapado en sudor, se abría paso entre el racimo de carne y acero; su jinete, uno de los más honorables y valientes caballeros del reino, pinchaba sus costados mientras blandía, de izquierda a derecha y de arriba a abajo, su espada. El implacable filo cercenaba cabezas y mutilaba miembros, chorros carmesí emanaban como géiseres. Aquellos que escapaban al castigo del hierro eran derribados por sus poderosas patas. Ambos eran un torbellino de muerte.
Desde el momento de su nacimiento su destino se había definido. Para esto había sido criado y entrenado. Todos los cuidados prodigados (el mejor establo, la mejor comida) encontraban su punto culminante en este caótico momento. Luchar. Luchar para seguir viviendo o luchar para morir con dignidad.
Nuevamente sintió como las espuelas se clavaban en sus muslos y era dirigido hacia una empinada porción del terreno. Con determinación y atronadores pasos, su crin azabache ondeando al viento, se dirigió hacia allí, hacia el lugar donde uno de sus hermanos, de los pocos que aún quedaban en pie, cargaba a otro humano; un enemigo.
Mientras remontaba la cuesta sintió como un aguijón se le clavaba cerca del pecho. Sin importarle el agudo dolor siguió con su carrera, pero justo antes de llegar a la cima sintió otro aguijonazo en las costillas y otro más en el cuello. La pesada armadura que vestía lo protegió de la demás saetas que le fueron disparadas.
Se irguió en sus cuartos traseros y con un ímpetu extraordinario, haciendo acopio de todo su coraje, alcanzó su objetivo. Sin poder detenerse a tiempo las dos grandes masas de músculo se encontraron con un violento impacto. De inmediato los dos guerreros se enzarzaron en un toma y daca, acero contra acero.
Él y su humano siempre habían tenido un vínculo muy especial. Lo había mimado, lo había llamado mejor amigo e incluso le había dado un nombre: Bryo. Ese lazo ahora era lo más importante, era lo que lo impulsaba a llegar hasta las últimas consecuencias. Dar su vida por su compañero como sabía que el otro lo haría por él.
La habilidad para el combate de su jinete era muy superior a la de su rival, pero pronto no podría cargarlo más. Debido al extenuante esfuerzo, a sus heridas, al tiempo que había estado combatiendo y las constantes embestidas de su hermano, su fuerza comenzaba a esfumarse. Tras varios minutos, en los que la pelea se había decantado a favor de su humano, sintió como sus piernas delanteras le temblaban; unos instantes después no pudo más y cayó.
La espada del rival, aprovechando la vulnerable posición en la que había dejado a su jinete, trazaba un arco descendente y perforaba el metal de su casco para hundirse de manera letal en el hueso de su cráneo. La sangre tiñó su visión y lo último que vio fue como su hermano se alejaba con su triunfante jinete gritando en éxtasis. En sus oídos los sonidos del campo de batalla se fueron apagando. Pronto todo fue oscuridad y silencio.
Bryo quedó tendido en el suelo con los otros caballos que habían muerto tratando de llevar a sus jinetes a la victoria. Muertes honorables en una guerra que nunca entendieron.
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