En los años 80, en una de las calles del centro de la ciudad, en una de esas donde los edificios en ambas aceras datan de la época colonial, se encontraba un caserón con su fachada estilo barroco. Esta propiedad pertenecía a Felipa Zumárraga, hija de inmigrantes españoles que llegaron al país huyendo de la dictadura franquista.
El lugar en apariencia era una casa normal, de una persona muy rica, pero en realidad encerraba un mundo completamente aparte.
Doña Felipa siempre recibía con los brazos abiertos a quien descubría la manera de entrar a su casa. Claro que no cualquiera lo lograba y muy pocos gozaron del privilegio de estar dentro de sus paredes. Todo aquel que lo conseguía era afortunado, era alguien que pasaba a otra realidad.
En la casa Zumárraga sólo existían dos reglas: hacer lo que a uno le diera la gana y respetar a todos los demás. Cada persona que era admitida tenía la oportunidad de ser completamente libre y feliz, de olvidar su vida cotidiana, sus problemas; de ser quien realmente era.
Oficinistas se despojaban de sus corbatas y sacos. Obreros bailaban y bebían con gente adinerada. Amas de casa se desnudaban. Albañiles cantaban alegremente e intercambiaban bromas pesadas con profesores. Estudiantes olvidaban las ideologías que los definían. Artistas, de todo tipo, acudían ha dar rienda suelta a su imaginación y crear obras sin comparación.
La casona se convirtió en un oasis dentro de una ciudad cada vez más poblada, llena de grises humos y gente triste. Por siete años así fue. Por siete años la tía Felipa, como era conocida entre sus acogidos, regalo felicidad y muchos sueños encontraron vida bajo su techo. Hasta el día de su muerte.
A finales de esa década, doña Felipa Zumárraga falleció y su casa no volvió a abrir sus puertas. Sin embargo, unos días antes de su partida, la señora ofreció una gran fiesta, como si de una despedida se tratara; todos los asiduos estuvieron presentes, incluso aquellos que sólo habían estado una sola vez allí; esa fue la mejor noche de todas: baile, canciones, risas, comida deliciosa y sobre todo, alegría. La última vez que esas personas se encontraron reunidas fue también la última vez que la vieron a ella.
La propiedad quedó abandonada, la señora Felipa nunca tuvo hijos ni se le conocía ningún familiar, y años después fue comprada por un banco. En la ciudad nunca volvió a existir un lugar así, un lugar de completa libertad y creación, un lugar donde todos tuvieran cabida y se trataran como iguales. Nunca volvió a existir un casa de las alegrías.
Fresco, me gusta!!!
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Este si que me gustó mucho más. Sin tanta depresión por ahí enterrada.
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