Y así, de pronto, todo quedó en silencio, sólo los sonidos más añejos permanecieron; el aire y el agua comenzaron a limpiarse y se hizo más fácil respirar. Esto complacía a la Madre porque ahora sus hijos, sus hijos favoritos, podrían estar en paz.
Ellos, sus niños, entendieron que algo había cambiado, pero aún así fueron precavidos; con el tiempo habían aprendido severas lecciones que habían destrozado su confianza. Esperaron antes de atreverse a mostrarse y tímidamente asomaron a los lugares que alguna vez les pertenecieron e incluso a aquellos en los que nunca imaginaron adentrarse. Era un milagro, por primera vez en cientos de años eran completamente libres. Extasiados dieron gracias a la Madre por esta nueva oportunidad.
Ahora podrían continuar con su existencia sin que nadie interfiriera.
Sus ciclos se normalizaron permitiéndoles alimentarse y reproducirse como era debido, sus números aumentaron y su salud mejoró. Corrían, volaban y nadaban felizmente, sus crías no peligraban; no había más muertes sin sentido. Sus vidas volvían a depender exclusivamente de ellos mismos.
Pero alguien observaba con rencor desde oscuros rincones.
Por casi un año vivieron de está manera, en plenitud, hasta una mañana a mitad del invierno. Así como el silencio anunció el milagro, el ruido fue el heraldo de los portadores del caos y la destrucción.
Durante todos esos meses los hijos más jóvenes de la Madre habían estado recluidos; una reclusión a la cual se habían visto obligados como castigo por su comportamiento rebelde. Pero el temor había pasado y ahora regresaban, y no lo hacían poco a poco, no; lo hacían como un vendaval, como una fuerza aún más descomunal y arrasadora de lo que antes habían sido. El recuperar lo perdido los impulsaba, el recobrar todo aquello que los había hecho divergir del camino que, desde el inicio de los tiempos, la Madre había trazado.
Debido a este acelerado resurgimiento sus hermanos fueron tomados por sorpresa porque, a pesar de que esos sonidos, esos olores y esas sustancias habían sido parte de su existencia por muchísimo tiempo, después de aquella bonanza eso era lo que menos esperaban.
Pronto todo volvió a ser como había sido.
La Madre observaba impotente todo lo sucedido, su reprimenda no había servido de nada; parecía que más allá de haberlos hecho reflexionar los había motivado a embestir con más fuerza. Pequeños camorristas.
Desdichada lloró y lloró por varios meses hasta que sintió que no podía más. Agotada se retiró, y ahora mientras lamentaba la necedad de sus más jóvenes y en algún momento más prometedores hijos, tendría que pensar en otra manera de hacerlos entender que estaban cometiendo errores irreparables. La próxima vez tendría que ser más severa, hacer notar aún más su enojo, y si eso tampoco funcionaba, tal vez, sólo tal vez, tendría que poner un alto definitivo y librarse de ellos para siempre.
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