Cuando nos conocimos no teníamos idea de que acabaríamos así, que un buen día hablaríamos con perfecta soltura y con la máxima confianza que se le puede tener a alguien… ni de que nuestras pieles se rozarían más allá de los límites de la ropa.
Fue súbito, sin señales previas, ni siquiera una mirada, porque, inconscientemente, buscábamos llenar nuestros vacíos, nuestras mutiladas vidas y sólo nos bastaron un par de palabras para que todo despegara.
Ninguno de los dos imaginó todo lo que se desencadenaría, después de todo sólo era un intercambio de frases, algunas nada inofensivas, pero frases al fin y al cabo… que ilusos fuimos.
Después de un tiempo las palabras se volvieron sustancia y cada una de ellas, una vez que vencimos la timidez de ese primer encuentro, fue tal cual como nos las habíamos dicho, hasta el más mínimo detalle.
Desde esa primera vez pudimos sentir lo que se convertiría en nuestro dulce secreto, algo que no nos sería nada fácil dejar ir. Comenzamos a hablar de nosotros, de esos pequeños detalles que muy pocas personas conocían: de nuestros anhelos, de nuestros miedos, de nuestros pecados, de nuestras cicatrices. Y cada vez que se entretejían nuestras conversaciones pude entender muchas cosas de ella y lo que es más importante, de mí.
Sin siquiera pensar en ello aprendí valiosas lecciones y comencé a ver más allá de mis auto impuestas fronteras. Corroboré cosas que desde siempre había sabido, pero que me paralizaba al intentar llevarlas acabo. Quiero pensar que yo también aporté algo en su vida, que logré enseñarle algo, por simple que haya sido.
Pero no todo fue una alegre clandestinidad. No. También hubo cosas agridulces y otras un tanto amargas. Ausencias, deseos incumplidos, caprichos… ganas de algo más.
Luego todo comenzó a cambiar, y aunque seguimos disfrutando de nuestros deliciosos placeres, las necesidades emocionales nos llevaron a un declive. Ninguno de los dos pudo soportarlo y comenzamos a resquebrajarnos.
Sin darnos cuenta, al tratar de mitigar nuestras carencias, comenzamos a crear nuevas. Carencias que esta vez no podíamos disfrazar porque estaban ahí, sin máscaras, golpeándonos directamente en la cara. Se convirtió en algo difícil de afrontar el saber que la solución estaba a nuestro alcance… y a la vez tan lejos.
Continuamos por algún tiempo, pero ya fue imposible desprenderse de ese sentimiento y con renuencia decidimos alejarnos. Al final, de todas las lecciones que aprendí de ella, hubo una que nunca pudo penetrar en mí: vencer el miedo a reiniciar mi vida. Ese fue mi más grande error. El de ella no lo sé, pero seguro que también tuvo alguno.
Creo que al final nos separamos con el grato recuerdo de habernos conocido, de habernos ayudado y de haber sido algo más que amigos…
Sincero, bonito, diferente! ❤️
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