Una vez que terminó el profano cántico, el silencio imperó nuevamente y Daniel sintió como si su conciencia abandonara su cuerpo; todo su ser se estremeció, su mirada clavada en la repugnante ara. Del portal brotó una azufrosa y pútrida neblina y los adoradores del Diablo se tomaran de las manos con sus rostros llenos de satisfacción.
—¡Entra! —le ordenó el sacerdote.
Con el cuerpo trémulo, Daniel comenzó a caminar hacia el fondo de la capilla. Conforme avanzaba la neblina lo fue envolviendo hasta que se perdió de vista.
Entre más se acercaba, el olor a azufre y podredumbre se hacia más insoportable, pero no podía detenerse. Caminaba entre la neblina, prácticamente a ciegas, guiado por algo que se ceñía a su alma, como si una oscura garra se hubiera cerrado en torno a su esencia y lo llevara a la fuente de la corrupción. Atravesó la entrada y comenzó a descender por unos escalones burdamente tallados en la roca viva.
Descendió y descendió. En un punto, el fulgor de la espesa niebla se hizo más intenso. Se detuvo. Tras unos momentos, de detrás de la nebulosa cortina le llegó un sonido, un sonido que asemejaba al de fuertes pisadas de pezuñas. Su respiración se aceleró y sintió como se le aflojaba el cuerpo. Los pasos se escuchaban cada vez más cerca, retumbando en sus oídos como infernales bombos.
La niebla se abrió y de su centro surgió una grotesca y enorme mano con dedos extremadamente largos y delgados y que terminaban en agudísimas puntas. Daniel casi pierde el conocimiento al observarla, pero la perversa fuerza que controlaba sus acciones no permitió que eso pasara.
Lo que a continuación emergió fue aterrador, demencial, tal vez lo más horrendo que ha pisado la tierra alguna vez. La extremidad que seguía a la mano se conectaba con la parte central de un abdomen que estaba atestado, al igual que el resto del torso, de ampollas que bullían grotescamente; algunas incluso exhalando nauseabundos gases. De los hombros brotaban un par de minúsculos brazos con diminutas manos y dedos. Un gran falo porcino se erguía por encima de las cuatro extremidades inferiores, las cuales eran completamente disímiles, excepto porque todas terminaban en una pezuña: una con escamas y otra con un pelaje grasoso y embarrado, la tercera arrastraba fofa y marchita y la última era un amasijo de músculos, nervios y huesos.
Pero lo más horroroso de la bestia, si es que eso era posible, era su bulbosa cabeza. Siete rostros se mezclaban unos con otros, sin delimitación entre ellos, como si de cera fundida se tratara. Sus ojos derretidos miraban en todas direcciones. Sus narices chatas y alargadas exhalaban de modo sibilante. Sus grandes y retorcidas bocas, algunas con agudos caninos, otras sólo con blancuzcas encías, salivaban copiosamente. De la parte superior de la cabeza brotaban un par de cuernos que se retorcían en ángulos imposibles.
Daniel más que aterrorizado parecía estar fascinado. Se que quedó parado sin siquiera respirar, observando a la monstruosidad. De sus ojos brotaron lagrimas. Al fin acabaría su tormento, su miserable vida pecadora culminaría aquí, en este momento, entregándose a la más repugnante y a la vez más hermosa de las criaturas. Sus piernas se movieron, está vez por su propia voluntad, y, extendiendo los brazos, entregándose, se acerco hasta tocarla.
Los asquerosos dedos recorrieron lascivamente la totalidad de su cuerpo mientras su ávido falo lo penetraba. De una de sus grotescas bocas salió una hinchada y amoratada lengua que se retorcía frenéticamente y le lamía el rostro.
El ente clavó su mirada en Daniel y sus bocas comenzaron a moverse articulando lo que parecían palabras. Una cacofonía de ininteligibles voces que inexplicablemente comprendió a la perfección.
—Bienvenido al infierno —dijo la bestia y, tomándolo de la mano, se llevó a Daniel a través de la sanguinolenta niebla.